jueves, 4 de febrero de 2010

¡Blanc, blanc, blanc!: la normalidad asoma en Haití

Por José Emperador / Fotografía por José Manuel Moreno

PUERTO PRÍNCIPE.- Al salir a la calle, tres niños me gritaron “blanc, blanc, blanc!”(“¡blanco, blanco, blanco!”), y sólo entonces caí en la cuenta de que, en los 10 días que llevaba moviéndome entre Puerto Príncipe, Leogane y Fonds Parisien, no había escuchado ese saludo tan habitual siempre que alguien como yo pone un pie en Haití.
Me acerqué a ellos y vi que tenían una mirada de niño, y que los niños que acaba de fotografiar en el orfanato de Leogane también miraban como niños y jugaban como niños. A partir de entonces me fue mucho más fácil encontrar signos de que en Puerto Príncipe la normalidad empieza a convivir con la tragedia.



Subí en el jeep, salí a la carretera seguido por el camión que reparte la ayuda de la Plataforma y empecé a circular por unas carreteras en las que los automóviles, los camiones y las tanquetas miliatres circulaban rápido, pero ya no como si todo el mundo fuese a apagar un incendio. Al llegar a Carrefour un par de tap/tap (el transporte público de aquí) nos cedieron el paso amablemente al camión y a mí, para que nos pusiésemos a esperar que un inmenso tapón se resolviese sin que los conductores tocasen la bocina más que a ratos.

Estaba reconociendo ya a los haitianos, una gente amable, trabajadora y alegre en su mayoría. Ya veía las mujeres sonriendo mientras hacían el milagro cotidiano de salvar los muchos obstáculos de la calle sin que el cesto lleno de cosas pierda el equilibrio y se les caiga de la cabeza. Esas mujeres entraban al mercado de La Saline, ni siquiera medio abastecido pero en el que se metían los camiones, entre el gentío, los perros y la basura sin, aparentemente, causar ningún percance. Un kilómetro más allá los obreros salían de las fábricas textiles, menos bulliciosos pero habiendo cumplido con una jornada casi igual que las de antes del terremoto.

Quienes intentaban lo imposible, poner orden en el siempre caótico cruce de Tabarre (frente a la bomba de gasolina, que ya estaba llena de clientes) no eran marines americanos ni soldados de la Minustah, sino policías haitianos con uniformes limpios y camionetas bien equipadas. Mientras los vendedores de tarjetas telefónicas se paseaban alrededor de nuestro coche, en la radio hablaban de que el primer ministro había convocado al Senado para seguir el procedimiento establecido de renovación del Gobierno.

Definitivamente, fuera de los acelerados cuarteles de Naciones Unidas, entre los escombros y bajo las lonas de los campamentos de damnificados, la normalidad asoma en Haití. No es total ni mucho menos y seguramente nunca lo vuelva a ser, aún cuando la gente consiga superar o convivir con el trauma. Pero la normalidad asoma, y ese es el primer paso para que los haitianos tomen la iniciativa y el largo proceso de reconstrucción del que todos hablamos y que tanto necesitamos sea un hecho.